En un hecho sin precedentes, el 31 de octubre de 1503 se celebró el cónclave más corto y decisivo en la historia del Vaticano. En menos de diez horas, Giuliano della Rovere fue elegido como el nuevo líder de la Iglesia católica, convirtiéndose en el papa Julio II. Esta rápida elección se dio en medio de un clima político tenso y marcado por las secuelas del turbulento papado de Alejandro VI y la fugaz gestión de su sucesor, Pío III, quien falleció a los 26 días de su nombramiento.
Julio II no fue una figura improvisada. Con una larga carrera eclesiástica, era un hábil diplomático y veterano del poder vaticano. Su ascenso al trono papal fue el resultado de alianzas estratégicas cuidadosamente tejidas con potencias como Francia y España, y con influyentes familias italianas. Incluso Cesare Borgia, debilitado tras la muerte de su padre, accedió a apoyar su nombramiento.
El cónclave se resolvió en una sola votación, y la casi unanimidad de los cardenales confirmó lo que ya se venía negociando desde días antes: un acuerdo tácito para asegurar una transición rápida y controlada. La proclamación de Julio II se realizó el mismo día, iniciando un pontificado que dejaría huella por su carácter guerrero, su fuerte liderazgo y su impulso a las artes en pleno Renacimiento.
La elección de Julio II, además de su velocidad inédita, reflejó la compleja intersección entre la política, la diplomacia y la religión en uno de los periodos más convulsos de la historia europea.