Mientras en Estados Unidos se intensifican las redadas migratorias bajo el argumento de mantener el “orden fronterizo” y proteger la “seguridad nacional”, en México se sienten las consecuencias de una política que, lejos de resolver el fenómeno migratorio, lo encona, lo politiza y lo deshumaniza. Las imágenes de familias divididas, niños llorando tras ser separados de sus padres, y trabajadores detenidos en operativos masivos no solo hieren la dignidad humana, sino que activan una cadena de impactos sociales, económicos y políticos que atraviesan la frontera.
México, el país que recibe las secuelas
Las redadas masivas no terminan con una detención; comienzan ahí. Muchos de los migrantes arrestados o deportados son mexicanos que han vivido por años en EE. UU., que han construido allá una vida, una familia, un aporte económico. Cuando regresan —muchas veces de forma abrupta, sin recursos, sin papeles, sin redes de apoyo— se convierten en migrantes internos dentro de su propio país. El sistema mexicano no está preparado para recibirlos: no hay suficientes programas de reinserción laboral, educativa o social.
Además, muchas de estas personas son enviadas a ciudades fronterizas ya de por sí saturadas, con altos índices de inseguridad y pobreza. El hacinamiento en albergues, la precariedad en los servicios de salud y la falta de oportunidades los expone no solo a la marginación, sino también al crimen organizado, que suele cazar entre los más vulnerables.
Una crisis que también es política
El endurecimiento de las políticas migratorias en EE. UU. tiene, además, un trasfondo político. En épocas electorales, el discurso antiinmigrante suele repuntar: se convierte en bandera para ciertos sectores conservadores que buscan movilizar votos a través del miedo y la xenofobia. México, por su parte, ha adoptado en ocasiones un papel ambiguo: condena en discurso, pero colabora en los hechos, aceptando ser el “muro” del sur para contener a migrantes de Centroamérica y otras regiones.
Esta doble moral ha puesto a México en una posición delicada: intenta proteger a sus connacionales en EE. UU., mientras implementa sus propias medidas restrictivas en la frontera sur. La política migratoria mexicana parece más reactiva que propositiva, más alineada a las presiones de Washington que a una estrategia regional humanitaria y de derechos humanos.
¿Y la dimensión humana?
Más allá de las estadísticas y las declaraciones oficiales, están las historias personales: el padre que fue deportado tras una década de trabajo en el campo; la madre que ya no pudo volver con sus hijos; el joven “dreamer” que no conoce otra patria que EE. UU. pero ahora vive el riesgo constante de la expulsión. Son seres humanos reducidos a números en reportes oficiales.
En este escenario, urge repensar la política migratoria de manera binacional, pero también con una visión regional y humana. No se trata solo de contener, sino de atender las causas estructurales: violencia, pobreza, falta de oportunidades. Y en eso, tanto Estados Unidos de América como México tienen una deuda histórica.
Las redadas seguirán, porque el discurso de la mano dura sigue funcionando políticamente. Pero mientras se repiten, cada autobús lleno de deportados será también un recordatorio: ningún muro —físico o político— puede detener el flujo de quienes solo buscan un futuro mejor.
JAIME ANTONIO FLORES URIAS
Jaime.flores@novaradio.mx