En apego a su connatural humanismo, el presidente López Obrador envió a la Cámara de Diputados su iniciativa de Ley de Amnistía, el 18 de septiembre de 2019, y fue aprobada por ésta el 11 de diciembre del mismo año. El Senado la aprobó el pasado 20 de abril, apremiados por salvar la vida a las y los mexicanos recluidos y hacinados en cárceles, expuestos al contagio impredecible por efectos del coronavirus.
Con ello, en los últimos tiempos, el Congreso de la Unión consuma dos actos trascendentalmente humanitarios: por un lado, al elevar a rango constitucional los programas sociales propuestos por el propio presidente López Obrador (pensión a adultos mayores y a personas con discapacidad, y becas para estudiantes de todos los niveles educativos); por otra parte, al aprobar la Ley de Amnistía, que busca subsanar la deuda histórica del Estado frente a la falta de reconocimiento a la pluriculturalidad, lo que repercutió en ausencia o inadecuada defensa judicial en los juicios promovidos contra indígenas, vulnerando su derecho al debido proceso. A su vez, esta ley busca adoptar un enfoque de reinserción, y no punitivo, frente a la pobreza de muchas de nuestras comunidades.
La iniciativa aprobada comprende los delitos de aborto, homicidio por razón de parentesco, contra la salud, robo simple y sin violencia, así como sedición por razones políticas, siempre y cuando no sea terrorismo.
Es importante aclarar que la ley no beneficiará a personas que hayan cometido homicidios, secuestros o violencia con uso de armas, igualmente a quienes estén indiciados por feminicidios, violaciones, trata de personas, robo a casa habitación, huachicoleo, entre otros delitos graves contenidos en el artículo 19 constitucional.
Los efectos humanitarios de la ley son incuestionables: primero, porque permitirá, por elemental sentido de justicia, reparar el oprobio de mantener en cautiverio a muchísimas personas inocentes; segundo, descongestionar las sobrepobladas cárceles mexicanas; tercero, porque llevará felicidad a miles de familias mexicanas —en tiempos de infortunio— por el retorno a casa de sus seres queridos y, cuarto, y más importante, dada la emergencia sanitaria: porque reducirá las posibilidades de propagación del coronavirus y, con ello, evitará pérdidas de vidas humanas.
En esta coyuntura pandémica, el mismo Presidente de la República se ha venido pronunciando, insistentemente, en favor de la aprobación de esta ley, en consonancia con el impulso de la ONU por descongestionar las cárceles y salvar vidas. En tal sentido están actuando ya países como Turquía, Marruecos, Chile, Argentina, Irán, Colombia, Estados Unidos, entre otros.
Esa vena humanitaria que distingue al presidente López Obrador le ha hecho poner especial atención a la vulnerabilidad de tres grupos de la población, que motivan especialmente su iniciativa. Me refiero a las mujeres, muchas de las cuales han llegado a la cárcel por delitos contra la salud, en la modalidad de posesión o transporte de narcóticos, empujadas por el hambre y la pobreza, como también, muchas veces, por sus cónyuges o por la delincuencia organizada; los jóvenes, igualmente por delitos contra la salud y en otros sin hechos violentos o con pérdida de vidas; finalmente, indígenas que, por sus características socio-económicas y culturales, no logran ejercer plenamente su derecho a defenderse.
Las amnistías e indultos, independientemente del tiempo y el espacio en el que se dan, conjugan piadosamente la preservación de dos de los más grandes valores humanos: vida y libertad. La vida por ser el más preciado de los bienes y, la libertad, porque, frente a la sujeción, como se lo trasmitiera el Caballero de la Triste Figura a su fiel escudero Sancho Panza: “…el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”.
En fin, esta Ley de Amnistía honra a las instituciones del Estado mexicano porque hace justicia y protege a miles de hombres y mujeres del COVID-19, por el hacinamiento y las pésimas condiciones materiales en que se encuentran la mayoría de las prisiones.
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